AUTORRETRATO http://06
19.6.06
  20 de febrero 06, lunes.

Estoy de malhumor. Ale y Sofi (Driver) se fueron a la chacra de la mamá de Sofi. Marce y Gaby se fueron a Rocha, a La Paloma. Sofi se quedó en casa, tiene clases en facultad. Gaby me pidió la cámara para sacar fotos y se la llevaron. Así que hoy no hago registros. Pero no es por eso que estoy de malhumor. No sé por qué estoy de malhumor. Creo que es algo relacionado con haber dejado de fumar. Aunque ya hace casi 2 meses que dejé.

Va cuentito.

LA VIEJA CLORINDA

Terminé el plato de buseca recalentada y fui hasta la casa de la vieja Clorinda a darles de comer a los gatos. Ya eran como las dos de la tarde y debían estar famélicos; ayer no había tenido tiempo de ir hasta ahí y aunque pensé ir de noche, desistí: me dio miedo entrar a la casa oscura y llena de gatos. No se me ocurrió que la vieja ya había vuelto, suponía que iba a demorar un día más. Apenas abrí la puerta, la vi, tirada boca arriba en el medio del estar, descalza, vestida solamente con un camisón; un camisón de un blanco medio grisáceo, revenido, aunque lo que resaltaba eran las manchas de sangre. Fue feo verla así, tan lastimada, como si alguien la hubiera rasgado con saña, el pelo gris revuelto y enchastrado con sangre seca, la cara y los brazos desgarrados, los ojos celestes abiertos y la boca sin dientes torcida en una mueca. Me dio miedo. Pánico, más bien.

Por un instante me quedé paralizada, el corazón me latió con fuerza y sentí las palmas de las manos frías y húmedas. Con un gesto instintivo llevé las manos a la cara, me cubrí la boca y la nariz sin dejar de mirarla. El olor de la habitación era desagradable e intenso. Sentí subir una arcada desde el estómago y fui corriendo hasta el baño, por suerte llegué a vomitar dentro del water y no enchastré más la casa. Vomité todo el guiso que acababa de comer y hasta bilis amarilla. Unos pedazos de chorizo flotaron en la taza del water. Me quedé jadeando un rato, con las manos apoyadas sobre la pared y la cabeza gacha hasta sentir que se me pasaban las náuseas. Apreté el botón de la cisterna y fui hasta la pileta. Sobre el estante del botiquín, dentro de un vaso lleno de agua estaba la dentadura sonriente de la vieja. Me dio un escalofrío. Me lavé la cara rápido y respiré hondo, tratando de calmarme.

La vieja era viuda desde antes de que la conociera, vivía sola y siempre tuvo el mismo aspecto abandonado: el pelo gris amarillento, largo, recogido en un moño medio desecho y desprolijo, la ropa arrugada y manchada. Vivía en una casita medio derruida, llena de humedades, a la vuelta de mi casa. Todos los mediodías, si no llovía o hacía mucho frío, sacaba una silla a la vereda y se sentaba al sol frente a su casa, a tomar mate con un jarrito esmaltado azul. En verano salía de tardecita, también con el mate, a tomar el fresco. Saludaba a todos los vecinos y era muy simpática y charlatana. La casa era chiquita y sucia, como la vieja; con olor a moho y a pichí de gato. La vieja adoraba a los gatos. Alimentaba a unos quince gatos que andaban por toda la casa, se le trepaban a la falda, dormían sobre la cama, los sillones, hasta arriba de las mesas. La vieja, gato que veía suelto, gato que recogía. Una vez por mes, la vieja Clorinda se iba por dos o tres días a visitar a unos parientes que viven en Durazno, y me dejaba las llaves de la casa, para que fuera a darle de comer a los gatos.

Cuando se me pasaron las arcadas, salí del baño y recorrí la casa. Había sangre por todos lados, hasta en la cocina. Parecía como si la vieja se hubiera arrastrado por toda la casa antes de morir. La puerta que daba al patiecito estaba abierta, pero no me llamó la atención: ella siempre la dejaba abierta para que los gatos entraran o salieran a su antojo. Me pareció raro no ver algún gato rondando por la vuelta. Pero se sabe como son los gatos. De fidelidad, nada. Se deben haber dado cuenta que la vieja no los iba a alimentar más, y se las tomaron, así como así. En ese momento escuché un maullido suave, cariñoso. “Ves”, me dije, “tanto criticás a los gatos y ahí vuelve uno a visitar a la vieja.”

Salí de la cocina y caminé por el corredor hasta la mesita donde está el teléfono, levanté el tubo y llamé a la policía; con voz temblorosa expliqué lo que pude. La mujer que me atendió me dijo que me tranquilizara, que iban a mandar dos agentes lo más pronto posible, y me pidió que los esperara. Cuando corté me asomé al estar y vi al gato, que caminaba alrededor de la vieja, maullando; era el marrón atigrado, un gato enorme y lindo, de ojos amarillentos. Era el último gato que había recogido la vieja. Ella lo adoraba, era al que más mimaba.

-Miss, miss -le dije- que amoroso gatito. Volví a la cocina, fui hasta la heladera y saqué la jarra de leche, llevé un plato al estar y lo puse en el piso.

-Miss, miss, Bombón… (así se llama el gato, “porque es marrón achocolatado y me hace acordar a un bombón por lo dulce que es” me había dicho la vieja unos días antes), Bombón, Bombón, mirá lo que te traje –continué con tono cariñoso y vertí leche hasta el borde del plato. Bueno, el tal Bombón ni bola le dio a la leche. La miró con asco, y a mí, con desprecio. Por lo menos eso me pareció.

-Bombón, te jodiste –le dije, medio ofendida- si no querés leche tendrás que buscar tu comida en otra parte. El gato se erizó y me mostró los dientes, haciendo ese ruido típico que hacen los gatos cuando ven a un perro. Como un “jjjshhhhhhh”.

Me dieron ganas de darle un escobazo, y ya estaba por ir a buscar la escoba, cuando sonó el timbre. Fui a abrir: eran dos policías. Los hice pasar; los hombres husmearon por todos lados y me preguntaron de todo, yo les conté lo que sé sobre la vieja. Bombón nos siguió por toda la casa, con la cola bien levantada y un andar elegante. A cada rato ronroneaba y se frotaba contra las piernas de los policías, o contra las mías. Después de recorrer la casa, me tomaron los datos y dijeron que iban a mandar a la policía técnica lo antes posible; me preguntaron si podía esperar a que llegara: yo tenía las llaves de la casa, había encontrado el cuerpo y seguramente iban a querer interrogarme. Yo quería irme de ahí, estaba asqueada. Igual les dije que sí, que esperaba.
Quise saber qué pensaban, quién podía lastimar así a una pobre vieja. Me contestaron que quién sabe, que capaz que la vieja tenía algún dinero escondido, o que había cobrado la jubilación y la habían seguido hasta la casa, que eso pasaba bastante seguido, que la gente está cada vez más agresiva. Me dijeron que más adelante me iban a citar para hacer declaraciones, y se fueron. Pensé, algo preocupada, si yo estaría dentro de la lista de sospechosos. Me había parecido que uno de ellos me miraba de forma rara, y me di cuenta de que me repetía las preguntas.

Y acá estoy, sentada sobre un silloncito (antes de sentarme lo cubrí con una sábana limpia, porque además de tener olor a gato, estaba sucio de sangre). Ya hace rato que estoy esperando; en cuanto los policías se fueron prendí la tele y puse cualquier cosa para distraerme, a esta hora solo hay novelas, pero cualquier cosa es mejor que mirar todo el tiempo a la pobre vieja. Estoy deseando irme. Por el rabillo del ojo veo al gato que sigue echado sobre la vieja, se refriega contra ella y la lame. Le lame la cara, la carne lastimada. Maúlla y después ronronea. Lo miro, un poco enternecida. Por lo menos, alguien quería de veras a esta vieja, pienso. Bombón acerca una mano a la cara de la vieja, como para acariciarla y le da un zarpazo en el cuello; y con un gesto juguetón, sin violencia, le arranca un pedazo y juega con el trozo de carne, lo desgarra, lo mordisquea y se lo traga, así nomás. Me levanto, retrocedo y grito. El alarido suena fuerte y agudo.

El gato me mira, se agazapa, y salta sin darme tiempo a nada. Siento el peso encima mío. Me araña la garganta y me muerde. El hijo de puta sabe bien donde morder. “Mierda, como duele”, pienso, mientras manoteo y trato de sacármelo de encima. Pero el gato es fuerte, y rápido; me tropiezo con algo y me caigo al piso con el gato prendido a la garganta, arañando y mordiendo. Las uñas afiladas penetran en la carne, rasgando; me retuerzo y doy vueltas, enloquecida, pero no puedo sacármelo de encima. Me paro, pongo los brazos sobre la cabeza para protegerme y trato de correr, pero vuelvo a caerme. Sigo luchando, o más bien, tratando inútilmente de esquivar las uñas, de patearlo, de taparme la cara cuando veo que se me viene encima. No puedo más. Jadeante, lo busco con la mirada. Está inmóvil, atento, con el cuerpo pronto para saltar. Respiro con dificultad, me siento sin fuerzas. Los brazos me pesan, los dejo caer a los costados del cuerpo. Estoy agotada, tirada boca arriba, cerca de la vieja. Lo veo caminar con lentitud a mi lado, va y viene, ronroneando. Se frota contra mis piernas. Llevo de forma automática la mano derecha hasta la garganta; me duele, siento correr entre los dedos el líquido tibio que fluye sin parar. Me doy vuelta con dificultad, apoyo la mano derecha en el piso y con gran esfuerzo me incorporo a medias, trato de arrastrarme hacia la puerta. No puedo, estoy mareada. El brazo sobre el que estoy apoyada se afloja y caigo, blanda, boca abajo. Escucho el ruido seco que hace la frente al golpear contra el piso de baldosas, la cabeza rebota y vuelve a caer, se tuerce apenas y la mejilla se aplasta contra el suelo húmedo con un sonido a cachetada. La mejilla descansa sobre un charco de sangre que crece, enorme, rojo, viscoso. Tengo los ojos abiertos. Frente a mí, veo a Bombón que lame la sangre, mi sangre, con aspecto dócil y displicente.

Luego se me acerca, se refriega contra mi espalda y lo escucho ronronear de nuevo, lejos, muy lejos. Me invade una sensación de paz, como si flotara sobre una nube suave. No tengo miedo, ni siento dolor. Lejos, muy lejos, casi como en un sueño, escucho el ulular de una sirena.


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TERESA PUPPO 2006

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