AUTORRETRATO http://06
19.6.06
  15 de febrero 06, miércoles.

Hoy fui a correr a la 11 am y casi muero. Infarto, deshidratación, agotamiento, insolación, me podría haber pasado cualquiera de esas cosas. Pero en verdad no me pasó nada. Solo me acaloré. Paca estaba peor que yo. Hacía 32º. Y el sol… te-rri-ble. Siempre salgo con filtro, pero igual me quemo. El agujero de la capa de ozono que provocan lo países del primer mundo está sobre el hemisferio sur. Y acá nos achicharramos. Crece el porcentaje enfermos de cáncer de piel. Pero eso no les preocupa, si el agujero estuviera sobre el hemisferio norte, seguro que habrían encontrado hace años la forma de solucionarlo, o de rehacerla a cualquier costo.

Marcelo se fue a la chacra. Estoy pensando que no voy a poder ir al taller de Gabriela con eso de los viajes a POA.

Hace mucho que no subo un cuentito. Va uno.

LA MUJER DE ROJO

Las campanas de la iglesia sonaban como suenan siempre, pero en ese momento sentí que el sonido hablaba, como si las campanadas quisieran decirme algo. Es difícil de explicar. Escuché un mensaje en ese redoblar, un mensaje imposible de traducir en palabras, algo que era una advertencia. No se si fue una premonición y hasta ahora me lo pregunto, y a veces pienso que las campanas convocaron fuerzas desconocidas (por lo menos para mí) para que todo cambiara. Encima, esta mañana mi cabeza retumbaba. Anoche tomé vino, demasiado vino y me desperté con dolor de cabeza, un dolor punzante en las sienes y entre los ojos.

Cuando abrí los postigos, la luz del sol me encandiló y las campanadas se escucharon con más fuerza; todo eso me acentuó el dolor. Cerré los ojos instintivamente al ver la luz. Luego los abrí despacito tratando de que las pestañas se unieran y formaran una suerte de velo o sombrilla, para atenuar el reflejo. Fue ahí que la vi. La mujer estaba de espaldas a mí, sentada al cordón de la vereda, justo frente a mi ventana; llorando e hipando.

La ventana es de esas muy altas, con balconcito, igual a la que tienen todas las casas construidas en esa época, a principios de 1900 más o menos; en realidad es una puerta ventana que da hacia la calle, y como la pared tiene como treinta y pico de centímetros de espesor, parece que fuera un balcón, pero no es, es así nomás, una especie de nicho con piso de mármol blanco y un balconcito de hierro forjado que forma curvas y espirales. Supongo que la mujer escuchó el ruido de los postigos abriéndose (o también puede haber sido casualidad) pero en ese instante se dio vuelta y me miró, sin dejar de llorar. Era de complexión pequeña, y tenía puesto un vestido rojo, de fiesta, bordado en el escote. El pelo castaño, largo y enmarañado le daba un aire dejado, algo desprolijo, que no coincidía con su ropa, que estaba impecable y parecía de buena calidad.

Las campanas seguían doblando, y la mujer no dejaba de mirarme, sin parar de llorar. Me dio no sé qué cerrar la ventana y darle la espalda, así que le pregunté qué le pasaba, si podía ayudarla. Ella, al contrario de lo que yo esperaba, empezó a sollozar con más fuerza y a temblar, sin dejar de hipar. Tenía los ojos hinchados e irritados de tanto llorar. Susurró algo que no entendí.

-Qué –le pregunté- no te escuché. Vení, que te preparo un café-. Ella no se movió, y me dieron ganas de cerrar la ventana y no darle más bola, pero algo más fuerte que yo me obligó a quedarme ahí parada.

-Ñuelo –dijo, sin dejar de suspirar. Algo así me había sonado el susurro anterior: “nesuñuelo”. Aunque me pareció insólito, pensé que quería un buñuelo. Al fin entendí que quería decir “tenés un pañuelo”.

-Pará que busco unos pañuelos- le dije, y cerré la ventana, saqué de pasada un paquete de pañuelos descartables de mi bolso y fui hasta la puerta. Abrí y asomé la cabeza. Yo todavía estaba sin vestirme, en pijama. Un pijama azul con vivos rojos, bastante sobrio.

Ella seguía mirando hacia la ventana y pareció sorprenderse cuando me vio en la puerta, abrió mucho los ojos y dejó de llorar. Tenía unos lindos ojos grises, se notaba a pesar de la hinchazón. Me miró de una forma extraña, ladeando la cabeza hacia la izquierda, y sonrió, como si me conociera. “Qué tipa más rara”, me dije, “por qué siempre me da por meterme en lo que no me importa”. Pero ya estaba ahí y la mujer se estaba parando y no le iba a cerrar la puerta en la cara. Sentí una vaga sensación vivir algo ya vivido, o de estar haciendo algo mal, algo que no debía hacer. Me dio un escalofrío, como de miedo. O capaz que porque hacía frío, nomás.

Ella caminó hacia mí con pasos inseguros, como si le costara mantener el equilibrio. Tenía puestos unos zapatos divinos. Me fijé, porque siempre me fijo en los zapatos de las mujeres, es una especie de manía. Eran rojos, con un taco no muy alto que salía como del medio del talón, y una punta muy fina y alargada, bordada igual que el escote del vestido. “Qué lindos zapatos de bruja”, pensé. El vestido le llegaba a los tobillos y resaltaba esa maravilla de zapatos.

Cuando llegó hasta la puerta, me pidió permiso y entró. Caminó hacia el living con paso firme y seguro, taconeando sobre las baldosas. Erguida, no parecía tan delgada ni tan pequeña, era casi de mi altura. Dio la vuelta por el corredor y abrió la puerta del baño; yo fui atrás de ella, intrigada porque parecía conocer la casa. Me miró. “Vas a hacer el café”, dijo, no en tono de pregunta, en un tono como de orden. Me pareció algo insolente. Enarcó las cejas y me miró de arriba abajo. Después, se metió en el baño sin pedir permiso; “ya salgo”, dijo, y cerró la puerta del baño.

Yo esperé un rato en el living, hasta que escuché el ruido de la ducha y el grito: “me traés una toalla”. Sin protestar, bastante desconcertada, fui hasta el placard del corredor, saqué una toalla y la llevé hasta el baño.

-Te la dejo acá –dije, golpeando apenas la puerta y me fui a la cocina a preparar café. Cada vez entendía menos, pero se me ocurrió que cuando la mujer saliera del baño y nos sentáramos a tomar café, iba a surgir una explicación coherente. “Capaz que la conozco de algún lado y no me acuerdo”, pensé. Eso me pasa muy seguido, no reconozco a la gente. Escuché un buen rato más el ruido de la ducha, después la puerta que se entreabrió, con un chirrido a goznes resecos. Seguro que la mujer estaba agarrando la toalla. Escuché de nuevo el chirrido, que me pareció insoportable, y el ruido de la puerta al volver a cerrarse.

“Tengo que ponerle aceite a los goznes”, pensé. Me vino una especie de compulsión por comprar el aceite y ponerle a los goznes para que no hicieran más ruido.

-Ya vengo, voy a comprar aceite para los goznes –le grité a través de la puerta- te dejé café sobre la mesa, hay unas galletitas en la lata.

-Tere –dijo a modo de contestación- perdoná que te joda tanto, pero no encuentro el secador. La voz tenía un tono seguro, y hasta alegre. Me pareció reconocer algo, en el tono de la voz, o en la forma de hablar. Era una voz agradable, clara, sonora.

-Está ahí, en el placard del baño –le grité a través de la puerta. “Esta mina sabe mi nombre”, pensé. “Sí, seguro que debo conocerla, por qué seré tan burra”.

Me fui al cuarto, agarré el monedero y las llaves y me fui a la ferretería de la vuelta.

-Buen día- le dije al dependiente cuando me atendió- no me daría una latita de esas de aceite para los goznes de las puertas. El tipo me miró con cara rara, supongo que porque yo, en el apuro, salí así nomás, de pijama y chancletas. Desubicado, pensé, que le importa si estoy de pijama o de lo que sea. Casi lo reto, pero me aguanté y me callé la boca. Hace tiempo que aprendí que es mejor no discutir con la gente. Me dio el aceite, dijo “son cien pesos”. Saqué cien pesos del monedero, que era el único billete que había, le pagué y me fui.

Caminé despacio hacia casa, el dolor de cabeza había desaparecido con todo el asunto de la mujer de rojo, y sentí el aroma a pan recién salido del horno que emanaba de la panadería y el estómago me envió un gruñidito. Tenía hambre, todavía no había desayunado. Aunque me había quedado sin plata, entré a la panadería. Como conozco desde siempre al panadero no me pareció desubicado preguntarle si me fiaba una flauta; le dije que me había quedado sin plata y que después se la alcanzaba.

-Dale una flauta a la mujer -le dijo a la chica que estaba atrás del mostrador, en un tono condescendiente, y entrecerró los ojos y levantó una ceja, con una media sonrisa en su cara regordeta. Podría haber dicho a la señora, pero no, dijo a la mujer, lo escuché bien. Y el tono. Condescendiente, y burlón.

-Gracias -le dije, con voz seria, para que se notara mi ofensa, y me fui. Caminé despacio; el aroma del pan calentito era una delicia, y sin poder evitarlo arranqué un trozo de pan con los dedos y seguí mi camino, comiendo bajo el sol tibio que se filtraba a través de las hojas de los plátanos. Me senté un rato en el escalón de la entrada de una casa para sentir el sol de pleno. Sin darme cuenta, cuando llegué a casa me había comido la flauta entera. “Bueno, ahora me tomo un café y veo qué le pasa a esta loca”, pensé mientras sacaba la llave del bolsillo del pijama y la ponía en la cerradura. Traté de dar vuelta la llave, pero se trancó, no pude sacarla ni abrir la puerta.

De malhumor, toqué el timbre. “La loca debe haber terminado su baño”, pensé, mirando el tarro de aceite para los goznes que llevaba en la mano. Vi mis uñas bastante sucias y desprolijas. “Tengo que ir hoy mismo a la manicura”, decidí. Esperé un ratito, para no ser grosera, pero no apareció nadie. Toqué otro timbre, largo e insistente.

-Qué falta de respeto, tanto apuro –escuché al rato la voz de la mujer al otro lado de la puerta.

-Soy yo, se me trancó la llave, dale, abrime, que ya traje el aceite para los goznes –le dije a la puerta. Se abrió la puerta apenas, y apareció la cara de la mujer de rojo, que ahora estaba de gris: tenía puesto mi trajecito gris y mis botas negras, las nuevas. Se había pintado los ojos, seguramente con mi maquillaje, se había peinado con mi secador y mis cepillos. Y además olía a mi perfume.

-Qué dice, no entiendo –me dijo la muy zorra, mirándome con cara de extrañeza. Disculpe, pero me tengo que ir a trabajar, se me hace tarde –agregó con voz impaciente y un tono altanero, e hizo un movimiento como para cerrar la puerta. Me enceguecí, “esta loca se desubicó”, pensé y le pateé la puerta y la empujé para adentro.

-Tás de viva, rayada –le grité, fuera de mí- andate de mi casa y no vuelvas nunca más. Y sacate ya mismo mi ropa, bruja, o te retuerzo el pescuezo. Tenía ganas de pegarle, de abofetearla. No sé cómo me contuve. En eso apareció un tipo que yo nunca había visto, bastante alto, morocho. Tenía puesto un traje gris muy elegante, y una corbata de seda rayada, azul y gris. Le expresión era de extrañeza.

-¿Que pasa? –dijo, mirando a la intrusa con cara de interrogación.

-No sé –contestó la mujer, corriendo a su lado- esta mujer está loca, me empujó, se metió a la fuerza en casa y dice cualquier cosa, hasta me amenazó.

-Te vas de acá o llamo a la policía –me dijo el tipo, con voz cortante. Tenía el ceño fruncido y cerró la boca con los labios apretados.

-Los que se van son ustedes, esta es mi casa, y yo soy la que va a llamar a la policía –grité, furiosa. Di unos pasos hacia el living, con toda la intención de llamar por teléfono a la policía. El tipo me siguió y me agarró de un brazo y sin decir palabra me llevó hasta la puerta casi en el aire y me sacó a la calle, sin que yo pudiera hacer nada porque tenía mucha más fuerza que yo. Después me cerró la puerta en la cara.

Fui a la comisaría y le conté todo lo que había pasado a un policía que me atendió después de hacerme esperar un buen rato. Lo conté en voz bien alta, casi gritando, pera que todos los que estaban por ahí escucharan. Los desgraciados no hicieron mas que reírse, con disimulo, pero los vi. El policía me dijo que no podía hacer nada. Yo me puse furiosa, claro. Cómo alguien puede pensar que si entran unos intrusos a su casa la policía no puede hacer nada. Eso se lo grité, lo reconozco, pero no era para menos. Y les grité unas cuantas cosas más. Al rato me dijeron que me fuera, así, sin explicaciones, y se pusieron medio pesados cuando intenté quedarme e insistir. Me di cuenta de que no me creyeron y no sé qué hacer. Y ahora estoy acá, sentada en el cordón de la vereda, frente a mi casa, mirando el tarro de aceite para los goznes y no puedo aguantar el llanto, no sé qué hacer, lo único que me sale son lágrimas. Las lágrimas empiezan de a poco, resbalan por la cara, la humedecen y llegan a la boca, paso la lengua por los labios para sentir el sabor salado. Dejo que fluya el llanto con sollozos, temblores e hipos.

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